viernes, 26 de noviembre de 2010

Pachacútec Inca Yupanqui

Solamente es necesaria una ligera mirada sobre la historia para percibir en sus grandes momentos a los individuos que les dieron sentido, que condujeron o crearon a la humanidad en su tragedia y grandeza. Aquellos colosos que, productos del momento social, cultural y económico de su lapso histórico hicieron posibles animadversiones y adhesiones memorables, imperios, grandes naciones, revoluciones y guerras abominables. En la raza de los conquistadores y grandes estadistas figuran pocos genios verdaderos, que se encumbran por encima de los simples ambiciosos y efímeros líderes carismáticos. Estos pocos genios son responsables de algunas de las gestas más heroicas, sangrientas, trágicas e increíbles de la humanidad. Son astros dolorosos, presas de incomprensibles e inagotables pasiones, víctimas de sus propias estrellas y capaces de una laboriosidad sobrehumanas, en exacta proporción a sus inteligencias, que convierten en monstruosas sus creaciones y sus desastres. En sus despotismos yacen tanto lo admirable como lo detestable. Es curioso advertir a un primer emperador de china Shi Huandi, construir un grande y poderoso imperio sobre los huesos de sus súbditos, aniquilados por la miseria y el caos que su megalomanía había desbocado; y a un adolescente Alejandro escarmentar en los inocentes de Tebas a toda la Grecia estupefacta. A la colosal y admirable maldición asiática de Gengis Khan, a Pedro I de Rusia y su progresista intolerancia demente; y a la patricia figura de Julio Cesar cimentar sobre los cadáveres de poblaciones bárbaras su camino al poder absoluto: el origen del cesarismo. El más grande de sus herederos, Napoleón Bonaparte, había dicho:"A un hombre como yo le tienen completamente sin cuidado la vida de un millón de hombres". No solo los reyes y hombres de estado habían llegado a esta conclusión, sino también algunos artistas, como Beethoven, habían entendido que estaban destinados a imponerse sobre el ordinario, sobre la masa estéril que debía rendirse ante su genio y sustentar su magna obra. Se habían reconocido a sí mismos y a su raza, para la cual la humanidad entera estaba ofrendada. Pero lo trágico fue que mientras que el artista destruye y reconstruye la partitura o la pintura para parir su creación, el conquistador, como hombre dios, inmola a la humanidad para hacerlo posible, como el sangriento dios Huitzilopochtli de los Aztecas, quizá el mayor símbolo de lo sagrado destructor. Y es verdad que ni las pirámides egipcias ni la grandeza de la Grecia helenística hubieran sido posibles sin las extraordinarias tragedias humanas llamados héroes o dioses hombres.

También en los andes se le reconoce en el dios que decapita, al que le sobresalen fauces de felino, en una mueca que denota amenaza, crueldad bestial y hambre insaciable, como la ávida ambición y el poder irresistible de aquellos seres singulares y temibles. Tiene una cabeza humana en la diestra y el cuchillo en la siniestra, símbolo de una voluntad y dominio que excede cualquier comprensión. Es la primera representación milenaria de aquel devorador de hombres que creó la enorme y compleja civilización peruana. Su creación es una de las mayores y más extraordinarias maravillas del mundo antiguo. Y aquellos hombres geniales, para nosotros anónimos, no hicieron otra cosa que representarse a sí mismos, quizá sin saberlo, para personificar el terrible poderío que ellos atribuían a los dioses pero que en realidad emanaba de sus propias personalidades. Durante milenios se le erigieron templos enormes, colosales pirámides y se le sacrificaron hombres mujeres y niños. Hasta que en forma abrupta desaparece para dejar paso al dios padre, al sol, y con él desaparecen también las pirámides y adoratorios y aparecen las ciudades y los enormes estados comerciales y militares. El imperio romano se sobrepone a sus emperadores, porque es producto no de un genio sino de varios hombres admirables que fecundaron a un pueblo enérgico. Y es por ello que el gran imperio de Alejandro no sobrevive a su creador. Hubieron estados más grandes que sus grandes hombres y hombres más grandes que sus enormes imperios. Y aunque sus fantásticos sueños no perduraron el mundo está por ellos transformado para siempre. La civilización helenística, culta, rica y tolerante es la herencia más hermosa que Alejandro, el que unió occidente y oriente, nos ha dejado. Napoleón y su código civil. Él, el hijo de la revolución francesa, destruye a Europa para transformar el mundo. Lamentaba haber llegado demasiado tarde, y no haber nacido en la época de Alejandro, cuando se declaro hijo de Ammón y fue creído por todo el oriente. Aspiraba a la divinidad como responso natural a su propia humanidad iluminada. Es por ello que estas grandes personalidades son ambiguas y polémicas, y conforme se superan traumas y rencores, y transcurren los siglos los panegiristas y desmitificadores no cesan de echar luces y sombras sobre el personaje hasta que al final la leyenda y la ficción histórica se arman de los mismos argumentos para afirmar un parecer u otro. La historia en el viejo mundo está construida sobre estas bases, sobre los documentos, de primera mano o no, de sus grandes hombres y sus obras monumentales que se destacan sobre las sociedades que les dieron origen o que las sostuvieron.

Tal es el caso también de la historia americana. América, como continente con una historia aparte y en occidente, recupera algo de su tradición importada y además descubre nuevas: las precolombinas. Como inclusión a la modernidad, América no carece de sus hombres geniales, aunque sin la riqueza y enormidad de sus hermanos europeos o asiáticos. Los primeros grandes americanos modernos son los que justamente sacuden y finalmente derriban las estructuras coloniales, impuestas desde su descubrimiento por el viejo mundo. ¿Washington? Los Estados Unidos de Norteamérica son como Roma, un estado más grande que sus grandes hombres. Thomas Jefferson, Franklin, Lincoln, Roosevelt… son lo que Mario, Pompeyo, Augusto, Adriano, Vespasiano y Marco Aurelio fueron para Roma. Washington no necesito de genio para libertar a las trece colonias, tan solo espíritu y constancia para moldear el carácter ya maduro de la incipiente pero prometedora nación. Muy distinto es el caso de las colonias españolas. El criollo y mestizo sudamericano careció siempre del temple y laboriosidad de los colonos anglosajones, así que el espíritu y la constancia no fueron suficientes. Es por ello que no faltaron los héroes y mártires: los llamados próceres que fueron desde pensadores influidos por la ilustración y la revolución francesa a guerreros improvisados: el cura Hidalgo, Gustavo Miranda, Túpac Amaru, O’Higgins, hombres ciertamente notables pero pequeños para una empresa sobrehumana, que tenían que imponerse sobre ideas aun feudales y crear un espíritu republicano inexistente. Tarea dolorosa y excesivamente larga, responsable de la mayor parte de males que dichas naciones acarrean desde su nacimiento como repúblicas hasta la actualidad. Bolívar, el más grande entre ellos, no fue el genio militar y político como forzosamente intentan mostrarnos sus biógrafos. Pero fue un genio espiritual; con ello no quiero decir místico sino conceptual: imagen y símbolo del ideal americano. Como militar, además de su admirable audacia, ni estrategia ni táctica mostraron sus heroicas operaciones, y dichas carencias son responsables de buena parte de sus fracasos. Acaso él lo sabía mejor que nadie. De ahí que se apoyara en guerreros mucho mejor dotados como Páez y Sucre. Pero su espíritu poderoso compensaba dichas falencias y siendo asombrosamente constante el tiempo trabajaba inexorablemente a su favor. De ser conductor de una tropa harapienta y derrotada acosada por fuerzas superiores paso a la iniciativa hasta cercar en el Perú a las fuerzas ya menguadas del imperio español. Su gloria es la gloria de la iniciativa y la voluntad inflexible. Como político impulso el caos y la desconfianza, creo naciones dividiéndolas con presidencias vitalicias y constituciones incomprensibles hasta al final ver su soñado imperio gran colombiano caer en la gaveta de los sueños imposibles. Otro de sus grandes hombres abortados fue don José de San Martin, militarmente mejor dotado que Bolívar pero sin su potencia de espíritu, ni su audacia ni su grandeza intelectual. Sus biógrafos intentan mostrarnos al caballero leal y probo, sin ambición. Al Washington sudamericano. El retrato es tan grotesco como falso. Sus cualidades se encuentran en el carácter, eficiencia y profesionalismo del inicio de su empresa libertadora. Pero ocupando Lima hacía falta genio para concluir la obra y San Martin no la poseía. En Guayaquil no solo renuncia al protectorado del Perú sino además a la imagen del guerrero ditirámbico que aparecían en algunos ridículos poemas homéricos de la época. San Martin era un hombre lo suficientemente inteligente para conocerse y él sabía que no era ni un gran estadista ni un genio militar. Como jefe de estado confió en su ministro Monteagudo las medidas más nefastas para hacer impopular la causa libertadora, y como militar no supo hacer frente a las fuerzas realistas que en el interior montañoso del Perú se mantenían en armas. Sus campañas por puertos intermedios terminaban en fracasos por que dividía las fuerzas, y por que dichas divisiones no se hallaban comandadas competentemente. Al abandonar inacabada su obra lo hizo consciente de las debilidades de su rival venezolano, pero aun más consciente de su genio, su soberbia estrella y su espíritu embriagador. Vio claramente, con la perspicacia de un gran capitán, que carecía de todo ello y olvidándose de sus batallas ganadas pudo muy bien recordar las palabras de Sun Tzu que jamás leyó: “Todo el mundo elogia la victoria en la batalla, pero lo verdaderamente deseable es poder ver el mundo de lo sutil y darte cuenta del mundo de lo oculto, hasta el punto de ser capaz de alcanzar la victoria donde no existe forma”.

Luego de aquellos notables las naciones que perduraron aun se aletargan en el atraso económico y político, faltos de brillo y protagonismo. No obstante existe otra historia, rescatada por las crónicas y la arqueología: la historia prehispánica de América. En ella figuran verdaderas proezas culturales y conquistas inconcebibles en pueblos que tuvieron que inventarlo todo por sí mismos, sin enriquecedores influjos externos, tanto filosóficos como tecnológicos, que el viejo mundo gozo incesantemente, entre todas sus civilizaciones: Egipto, china, india, Mesopotamia. Todas ellas se estimularon entre sí. Pero en América el escenario era muy distinto. “En la América precolombina no hubo influencias exteriores de la importancia de la astronomía babilonia en el mediterráneo, el arte persa y griego en la india budista, el budismo mahayana en china, los ideogramas chinos y el pensamiento confuciano en Japón.” (Octavio Paz. El Arte de México: Materia y Sentido)

En Norteamérica los pueblos no formaron naciones, no se sedenterizaron, a no ser por los breves instantes de los constructores de túmulos en los valles del Mississippi y los adoratorios del Gran Chaco, gracias a la introducción del maíz proveniente de México. El genio no floreció en la Norteamérica precolombina. En Mesoamérica en cambio los pueblos crearon sociedades complejas y crearon una civilización original excepcionalmente rica a partir del estimulo olmeca, pasando por los apogeos tolteca, maya y teotihuacano para desembocar en la confederación azteca. En todas estas culturas se observan básicamente los mismos rasgos culturales y hasta sociales. Fueron desde el principio hasta el final teocracias fervorosas y muy creativas, algunas militarmente agresivas pero básicamente religiosas, capaces de proezas artísticas y científicas, basadas en el culto, la ceremonia y el sacrificio. En esas sociedades el hombre ocupaba un lugar ínfimo. Su creación tenía como único propósito el de brindarle a sus dioses su carne y sangre en sacrificio, era el alimento de los dioses. A diferencia de la tradición judeocristiana el redentor era la raza humana en su totalidad destinada a sacrificarse para el mantenimiento del mundo. El genio mesoamericano tenía que reunirse en un misticismo mágico gracias al cual accedían a la ciencia casi por accidente. Al parecer ningún grande hombre resume mejor estas cualidades que el rey poeta y filosofo Netzahualcóyotl. Místico y guerrero, impulso su extraordinario intelecto hacia los horizontes insondables de lo abstracto y metafísico. He ahí su logro genial: reunir en sí el espíritu de su tradición cultural, en toda su enormidad y complejidad. Mas al sur, en los andes centrales de Sudamérica la civilización nació en época mucho más temprana que en Mesoamérica. Al mismo tiempo que en Egipto y Mesopotamia el Perú creaba su propia civilización, tan compleja y admirable como aquellas. Al principio, teocracias monumentales: templos piramidales, complejos religiosos, arte suntuario de enorme impacto visual, pero sin la urgencia ni el fervor demoniaco de Mesoamérica. Tanto así que dicha impronta teocrática es fácilmente sustituible por los grandes estados dirigidos por elites político guerreras abocadas a la funcionalidad de sus sistemas de producción. El llamado estado Wari es el mayor ejemplo de ello. En ninguna parte ni época de América se dio en forma tan eficiente. El comercio y la tecnología agrícola florecieron, y sus ciudades, enormemente prosperas, se extendían en extensos centros urbanos, grandes plazas para los mercados y espaciosos almacenes. Los templos se hallaban ya subordinados a los palacios, entes del poder estatal y gubernamental. En siglos de hegemonía marcaron casi todo el actual territorio de los andes centrales con su influjo político y estilístico. Este acontecimiento es básico para comprender la gestación del tawantinsuyu o imperio inca luego del desplome del estado Wari. Mientras que los pueblos de la costa prosperaban gracias a su producción diversificada en la sierra andina la cultura se deprimió en una serie de comunidades agrícolas más o menos numerosas que ocupaban los valles estrechos y cultivaban las escasas tierras aptas. Dichos pueblos libraron continuas guerras entre sí por la hegemonía sobre pobres territorios. Pueblos como los chancas, Ayarmacas, incas, canas, canchis se disputaban los mismos escenarios montañosos sin lograr establecer un dominio perdurable y por tanto sin crear los elementos culturales y económicos fundamentales de una alta cultura. Sin arquitectura funcional ni arte suntuario. Sus aldeas eran aglomeraciones de chozas de piedra sin labrar. Nada hacía presagiar el surgimiento de una de las más grandes civilizaciones de la historia.

Ahora bien: el imperio inca es sin disputa el único estado que en América se puede denominar como tal. Ya que dicha acepción, si bien es occidental, describe inmejorablemente el explosivo éxito y la organización estructural de este pueblo. El estado azteca no pasó de ser una exitosa teocracia conformada por tres ciudades estado: Texcoco, Tenochtitlán y tlacopan. Y si bien el tlatoani o rey de Tenochtitlán poseía cierta preponderancia no había de ningún modo el absolutismo monolítico que ejemplifica a un estado imperial. Sus conquistas son semejantes a las de otras teocracias anteriores ya que no tenían un fundamento político o económico sino religioso. Los aztecas conquistaban pueblos, para sangrarlos en los sacrificios o beneficiarse de los tributos en especies o esclavos; no territorios. De ahí que dominaban sin enriquecer ni transformar, no dejaban huella benéfica alguna de su paso por los pueblos que sometían. Tan solo esperaban aterrorizar lo suficiente a sus gentes para perpetuar su dominio en lo posible. Siendo el pueblo más “fanático” de Mesoamérica, como los califica Westheim, impulsaron la guerra florida como tradición y fervor ceremonial. “Huitzilopochtli es insaciable, es ávido de sacrificios, ávido de prisioneros de guerra. Prisioneros de guerra, enemigos vencidos del pueblo azteca, traídos triunfalmente a la patria: he aquí su manjar predilecto. Todos los días hay que ofrecerle su alimento. Están bañados en sangre sus altares, las gradas de sus templos. Innumerables hombres son inmolados por sus sacerdotes.” (Paul Westheim. Arte antiguo de México) En cierta forma eran como los mongoles de la meseta mexicana. Su éxito enriqueció enormemente a su confederación pero provocaron en cambio el odio irreconciliable de los pueblos sometidos, esquilmados hasta el extremo al servicio de sus altares o sus mercados, cosa que Cortez pudo sacar provecho extraordinariamente.

Tanto los incas como los romanos tenían motivaciones distintas. Ambos imperios fueron vastos, férreamente organizados, en la que se llevaron a cabo hazañas de ingeniería inigualables y obras arquitectónicas colosales: en el incario su ingeniería sin igual les permitió construir ciudades megalíticas en las cumbres, trabajadas con una mampostería jamás vista; los romanos descubrieron el arco, construyeron acueductos y termas colosales y el gran circo gracias al arco. Las artes de ambos pueblos reflejan su practicidad, su funcionalismo y su dominio absoluto. Tenían religión, pero absolutamente subordinada al estado. No creían que poseían la verdad absoluta en su doctrina religiosa, derivada de pueblos más antiguos y cultos. Aceptaban de buena gana en su Olimpo a las deidades de los pueblos sometidos, construían asombrosas obras de ingeniería hidráulica y agrícola, así como su famosa e inigualable red de caminos. La de los incas, trazada sobre uno de los territorios más extensos y agrestes de la tierra fueron las mejores del mundo preindustrial. “Las carreteras de los incas han sobrepasado a las famosas vías romanas en longitud y solidez.” (Louis Baudin. El Imperio Socialista de los Incas). Organizados como ningún otro, regulados hasta el mínimo detalle en su producción gracias a su precisa estadística, consiguieron cotas de eficiencia y poder nunca antes vistos. Ambos pueblos conquistaban territorios, tenían una motivación económica y política: fueron imperialistas en pensamiento y acción. Los incas dominaron montañas, desiertos y altos bosques, y dejaron en todas ellas sus huellas culturales sin arrasar las anteriores. Fundaron sus estructuradas y funcionales ciudades en la proximidad de los pueblos sometidos y se convirtieron en enclaves militares económicamente productivos gracias a sus siempre dispuestos almacenes en los confines mismos de su territorio.

Dicho lo anterior cabe la pregunta: ¿la nación inca fue una de aquellas grandes naciones más grandes que sus grandes hombres? No cabe duda a partir de las propias fuentes españolas y por los modernos estudios arqueológicos que este fabuloso imperio americano tuvo menos de un siglo de expansión y desarrollo. Mientras que el imperio romano tuvo siglos para asentar sus bases en Italia y después en el mundo mediterráneo, ya armados con su poderoso ejército y sus virtudes cívicas, los incas en solo décadas tuvieron que adaptar sus conocimientos y adquirir nuevos mientras se expandían y asimilaban pueblos en los territorios más diversos. Todo ello podría parecer imposible si no fuera corroborado por los estudios arqueológicos y etnohistóricos modernos. ¿Cómo fue posible entonces que un rustico y bárbaro pueblo montañés, sin mayores rasgos culturales haya logrado en menos de un siglo tal desarrollo y originalidad? No es aceptable, como afirman algunos historiógrafos, que los incas no hayan inventado nada, siendo meros adaptadores de conocimientos anteriores. Sin duda no todo se lo deben a su propia invención, pero no hay evidencia que en los estados anteriores como el Wari haya existido la organización ni la ingeniería ni el arte que los incas desarrollaron en aquel corto lapso. Nada en los incas recuerda a las civilizaciones anteriores ni contemporáneas. Con ello no quiero decir que no hayan semejanzas; porque si las hay, en la misma medida en que las hay con el estado imperial romano, lo cual no quiere decir que fueron influenciados por ellos. Lo que es evidentemente imposible por situaciones geográficas y temporales. El imperio inca pertenece al siglo XV. En sus capacidades y limitaciones los incas son absolutamente originales. Su arte y organización, así como su religión sufre la influencia tardía de pueblos más cultos que fueron incorporados en su apogeo conquistador pero en modo alguno transformo el carácter pragmático, racional y austero de su civilización. Dilucidar las razones de este fenómeno histórico no descansa exclusivamente en el estudio del aspecto económico social que lo hizo posible sino un aspecto aparentemente subjetivo, pero no por ello menos veraz: el estudio del genio como fenómeno histórico.

En el Cápac Ñan o listado de reyes incas figuran doce soberanos. Todos ellos pintados por los pintores de la colonia con las mismas insignias y atributos. Los cronistas hispanos recogen de sus informantes indígenas la historia de sus reinados y trazan la primera historia escrita del imperio inca. En ellas se fundamentan sus orígenes míticos y sus progresivas luchas en su lento y doloroso establecimiento como pueblo. De comunidades errantes lideradas por Manco Cápac a líderes militares aguerridos que apuntalan sus débiles bases en el cusco primitivo. Aunque los cronistas relatan conquistas estas eran en realidad combates ceremoniales por botines y prestigio que terminaban en alianzas con pueblos mucho más aguerridos y exitosos como los Ayarmacas y los chancas. Dicha situación es permanente desde Manco Cápac hasta el octavo rey: Viracocha. Hasta esa época los incas estaban circunscritos en el valle del Cuzco, rodeados por sus enemigos y sin posibilidades de expansión. Tanto desde el estudio de las crónicas, pasando por los documentos y las relaciones virreinales hasta las excavaciones arqueológicas los estudiosos llegan al consenso que todo cambia, en forma radical, con el noveno rey: Pachacutec Inca Yupanqui. Ningún cronista español, en sus fuentes, deja de señalar la importancia fabulosa de este monarca, y el decisivo aporte de especialistas de la talla de Louis Boudin, y Maria Rostworowsky han brindado nueva luz sobre la personalidad de la que ellos califican como el fundador del imperio y subrayan la labor conquistadora, organizadora y constructora del primer emperador del Tawantinsuyu.

Como Alejandro magno, Aníbal de Cartago, Julio Cesar y Napoleón, Pachacutec es hijo de la guerra. Estos cinco genios cimentaron su prestigio y divinidad en el éxito militar. Sus hazañas, imposibles para cualquier otro ser humano, marcan la pauta histórica de sus monumentales personalidades. No es nuevo afirmar que pese a su asombrosa y para muchos insuperable genialidad militar, Alejandro no hubiese logrado la conquista del imperio persa sin el magnífico ejército macedonio que, después de haber subyugado a toda Grecia, le había dejado su padre, el rey Filipo. Y que Julio Cesar logro la conquista de la Galia gracias a las ya organizadas y laureadas legiones que habían apuntalado las hazañas de un Escipion, un Mario o un Pompeyo. Es otro caso el de Aníbal y sobre todo el de Napoleón. Este último, si bien recogió las ya triunfantes tropas revolucionarias, le fue preciso reorganizarlas para hacerlas más efectivas y numerosas, adaptadas a su propio pensamiento estratégico y táctico. Las divisiones del grand armee del imperio napoleónico se hallaban sincronizadas con su poderosa mente, tanto en la campaña como en batalla, haciéndolas irresistibles para cualquier otro ejército europeo. Pachacutec hace uso de los guerreros y capitanes de su padre Viracocha, pero estas no eran legiones conquistadoras. Con la invasión de los invencibles chancas y su sorpresiva victoria en la misma ciudad del Cuzco todo cambia en forma definitiva. Consciente del acontecimiento ataca a su enemigo en su mismo campamento de Ichupampa y lo destruye aniquilándolo para siempre. Se dice que tan atroz fue la masacre que al lugar se le cambio el nombre de Ichupampa (llanura de Ichu) a Yahuarpampa (llanura de sangre). El impacto de este acontecimiento remece todo a su alrededor, pues además de los medios materiales Pachacutec adquiere el prestigio, que acrecienta con una incansable campaña de autopromoción. Hasta este crucial momento en la historia andina el joven príncipe Cusi Yupanqui, había sido tan solo un prestigiado y joven general. Con la invasión chanca el rey y su heredero abandonan el Cuzco. Cusi Yupanqui se hace cargo de la defensa y triunfa contra toda probabilidad. Aquí no aparece aun el genio militar sino el héroe que hace frente a un enemigo superior y lo vence sin inmolarse en la gesta como Leónidas en las termopilas. Vence e inmediatamente explota la victoria adoptando una actitud sin precedentes en su escenario cultural: invade el territorio enemigo sojuzgándolo todo con un ejército aniquilador, impulsado por su mística y propósito: la voluntad de cambio o ruptura con el pasado, eliminando el peligro que estuvo a punto de devorar a su pueblo. Gesta, ruptura y transformación. Este ejército no pretende conquistar un territorio, sino eliminar a su enemigo mortal y con ello cambia la historia, o mejor: La trastorna con un cataclismo que es el verdadero punto de inflexión en la historia de América. No es sorprendente entonces que siendo consciente de este momento adoptara, al entronizarse, el título de "Pachacútec" que puede traducirse como “el que cambia o trastorna la tierra”. Al mismo tiempo que se entroniza se diviniza, es decir se nombra hijo de dios como necesidad politica. Semejante a lo que efectuó Alejandro en Egipto antes de su campaña en Asia: se sometio al oraculo y siendo fervoroso creyente de ellos llego a convencerse de sus origenes divinos. En su emnte e imaginación rebosaban los semidioses de la Iliada, nada tan natural entonces que creer en su propia leyenda. Pero a diferencia de el pachacutec no creyo en su leyenda, pachacutec la creo para si. Hijo de una casta militar de nobles impulso el culto a la personalidad en funcion de sus necesidades politicas. Su genio estriba en comprender desde el principio que no era suficiente ganar por las armas sino sobre el espiritu de las gentes que hasta entonces se hallaban atomizadas en pueblos alojados en regiones diversas y separados por lenguas y tradiciones. Su personalidad era el primer esfuerzo aglutinador, la piera angular del imperio. Luego de ello comprendio a demas que no habria futuro de permanecer el arnes que lo sujetaba: la tradicion, en la que se incluyen ademas lo adversarios tradicionales: destruye el reino ayarmaca, asimila alos canas y canchis y demas pueblos proximos como los de Tampu y Ollantaytampu y vence a los collas en el altiplano. Dirigiendo el mismo estas campañas su genio militar reorganiza el ejercito y le impone la mistica necesria para este nuevo esfuerzo. La republica romana entendio que no habia futuro para si de permitir la incursion constante de las ordas barbaras en italia y el enseñoramiento de los caratagineses en el mediterraneo. Los romanos, clarividentes y practicos, forzaron un conflicto contra una potencia mas prospera con la conviccion de haber surgido para vencer o perecer en el intento. Dicha convicción pertenecía al espíritu nacional romano. Los incas no tuvieron tiempo para adquirir esta convicción nacional, ni adoptaron el impulso sangriento y devorador azteca. El imperio inca se fundó en relación a lo que su hombre dios ambicionaba, en su espíritu rector y dominador. De ahí que como Alejandro, no aplastaba a los pueblos vencidos ni a sus tradiciones ni su religión. Como el Pachacútec brindaba sacrificios a los dioses vencidos y con la intención de ganarse simpatías visitaba sus distantes dominios vestido con las vestimentas típicas de dichas regiones: con ello afirmaba que era también el rey de todos no importando las costumbres, lenguas ni tradiciones distintas. El genio político de Pachacútec se basa en estos principios: como emperador de los incas él es el estado.

1 comentario:

  1. Con Pachacutec, el territorio inca que creció luego de él a casi 2 millones de kilómetros cuadrados llegó a llamarse por nosotros como imperio.
    Ya no era un reino, ni una confederación......era un gran imperio

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